REEBOK ONE SERIES /ONE CUSHION
Correr, saltar, esprintar, entrenar, tonificar, fortalecer... todas estas actividades las puedes practicar y elevar de nivel gracias a la nueva gama de calzado deportivo Reebok ONE CUSHION
En concreto hoy os traigo las nuevas Reebok ONE CUSHION. Un tipo de zapatilla pensada para cualquier entrenamiento y optima para la disciplina del running.
Gracias a la tecnología de fusión y sistema de función por zonas conseguimos una fluided espectacular en cualquiera de las tres fases de la pisada (impacto, transición e impulso).
Otra de las virtudes de la gama reebook, comparada con otras zapatillas del mercado(confeccionadas con otros materiales y costuras interiores que producen irritación, plantillas de poca amortiguación y suelas compuestas con materiales rígidos que interfieren en la transición de la pisada), es que garantizan la amortiguación y la flexibilidad óptima en cada fase de la pisada.
Tras los test técnicos de producto realizados se puede garantizar que la gama Reebok ONE SERIES cuenta con:
A. Banda lateral sin costuras para un mayor soporte.
B. Interior sin costuras, suave y a prueba de rozaduras.C. Plantilla de amortiguación en toda la suela.D. Fusión de 3 espumas EVA de distintas densidades para cada fase de la pisada.
Es de destacar también como Reebok, al crear estos modelos, a pensado en los fitness runners,
es decir, para aquellos a los que nos gusta combinar el running con otras prácticas deportivas. Todos los modelos han sido diseñados por zonas, con una suela única construida del talón a la puntera, pensando en cómo se mueve el pie durante toda la pisada.
Las Reebok ONE SERIES en concreto, tienen un peso de 266g y están pensadas para un tipo de corredor con pisada neutra.
Se pueden adquirir en las tiendas Forum Sport por un precio muy asequible de 100€ y ya están a la venta, así que... corred!, corred!
Entrevista Jorge del Río
Nombre: Jorge del Río Pérez
Edad: 35 años
Profesión: Profesor en la Universidad de Navarra
1. ¿Cómo decidiste estudiar la carrera que has estudiado?
Desde siempre me había gustado escribir, leer, ver películas y preguntar sobre el porqué de las cosas. Con esas inquietudes la única carrera que cubría mis expectativas era la de Comunicación.
Estudiaba por la rama de Ciencias Biológicas y además en una ciudad sin Facultad de Comunicación. La opción más cercana era Navarra. Por supuesto que su reputación influyó en mi decisión.
3. ¿Qué es para ti la publicidad?
Una pasión. Es la aplicación profesional de la comunicación persuasiva. Un “tipo” de discurso que usamos todos las personas desde que nos levantamos de la cama. Me dedico a enseñar a los futuros profesionales que gestionarán y solucionarán problemas de comunicación a clientes. Soy como el tipo que enseñó a cocinar –todos cocinamos día a día– a los Juanmari Arzak, Ferrán Adría, Martín Berasategui, Karlos Arguiñano, Pedro Subijana, ...
3. ¿Quién es tu “Creativo” favorito? ¿Por qué?
¿Quién es tu jugador de fútbol favorito? Hay muchos, según épocas. En la publicidad ocurre lo mismo. Todos citamos a Bernbach, por su revolución, por abrirnos a la publicidad “moderna”. Me gusta Neil French, por su irreverencia. Nizan Guanaes, el “padre” de la creatividad brasileña con su estilo tan definido. Bob Levenson y sus copys. Segarra, en España: sentido común creativo. ¡Hay tantos!
4. Ahora que ejerces de profesor en la misma universidad en la que estudiaste, ¿cuáles son los cambios más notables que destacarías que ha sufrido la universidad?
Estamos inmersos en un nuevo plan de estudios. Los cambios son buenos. Viviremos unos tiempos de crisis pero saldremos reforzados. Se ha hecho un fuerte trabajo intelectual para reformar las licenciaturas y transformarlas en grado. Son tiempos divertidos donde todos debemos adaptarnos sin perder de vista los pilares fundamentales de la enseñanza universitaria. Estos no han cambiado.
6. ¿Has tenido la oportunidad de estar algún periodo de investigación o docencia en alguna universidad diferente a la Universidad de Navarra? ¿Qué tal fue la experiencia?
Los viajes de trabajo son mejores que los de turismo. Vives, trabajas, construyes relaciones de amistad con la gente del propio país. Casi te conviertes en uno de ellos y sacas todo el jugo. He estado en Manila, Guatemala, Uruguay y Estados Unidos.
Mantengo las buenas y malas aficiones de juventud. Intente adivinarlas.
Rincones de Pamplona
Cuando empezé a hacer esta práctica no sabía muy bien a qué lugares de Pamplona ir para fotografiarlos. Decidí que no queria que la mayoría de las fotos fuesen de zonas, monumentos, edificios, etc., muy característicos y representativos. Sin embargo, no puede evitar que alguno apareciera. Como el propio nombre de el concurso dice, “Rincones”, me dirigí a lugares que ni yo tenía muy acostumbrado a ir. La verdad es que fue curioso porque en mi propia ciudad, en la que llevo viviendo 22 años, me sentía extranjero. Un tanto deshubicado. Estuve en la zona de la Madalena, cerca del colegio Sagrado Corazón e Iturralde Suit y Carlos III (ésta última si que la conocía como la palma de mi mano.
En cuanto a las fotos, trate de recoger el ambiente que se respiraba en ese momento. El hecho de ser un domingo a las 11:30 de la mañana hacía que pareciera una ciudad desolada. La vaga luz gris creaba un ambiente apesadumbrado.
Asimismo traté de buscar composiciones simétricas y equilibradas.La verdad es que el resultado no se puede decir que sea muy acorde a lo que pueda aparecer en un concurso de este tipo pero bueno, me pareció curioso pasar un rato más largo en aquellos lugares, que lo que se puede apreciar desde la ventanilla del coche fugazmente.
Elliot Erwitt
Nacido en París de padres rusos, Erwitt pasó su infancia en Milán, Italia, antes de emigrar con su familia a los Estados Unidos vía Francia en 1939. Siendo adolescente, mientras vivía en Hollywood, se interesó por la fotografía y trabajó en un laboratorio comercial antes de estudiar fotografía en la universidad de Los Angeles. En 1948 se trasladó a Nueva York y trabajó de conserje para pagarse los estudios de cine en la New School for Social Research.
En 1949, Erwitt viajó a Francia e Italia empuñando su cámara Rolleiflex. En 1951 realizó el servicio militar y lo enviaron a Alemania y a Francia al servi
cio de transmisiones del ejército, donde se ocupó de distintos trabajos fotográficos.
Antes de la conscripción, Erwitt coincidió en Nueva York con Edward Steichen, Robert Capa y Roy Stryker, antiguo director de la FSA (Farm Security Administration). Stryker dio empleo a Erwitt en el seno de la Standard Oil Company, donde se ocupó de la creación de una fototeca para la empresa. Más tarde, le pidió a Erwitt que realizara un documental sobre la ciudad de Pittsburgh.
En 1953, Erwitt se incorporó a Magnum Photos. Trabajó como freelance para "Collier's", "Look", "Life", "Holiday", y otras prestigiosas revistas ilustradas que en aquellos años pasaban por un buen momento. Trabajó siempre por su cuenta en distintas estructuras periodísticas y comerciales.
Erwitt se convirtió en presidente de Magnum durante tres años a finales de los años 60. En 1980, produjo 18 comedias para Home Box Office. En los años 70 realizó varios documentales célebres, entre los cuales están Beauty Knows No Pain (1971), Red, White and Bluegrass (1973), The Glassmakers of Herat, Afghanistan (1977), The Magnificient Marching 100 (1980) y The Many Faces of Dustin Hoffman. Obsesionado por los viajes, visitó numerosos países, tanto por placer como por motivos profesionales.
Sus dos obras Photographs and Anti-Photographs (1972) y Son of Bitch(1974), le hicieron célebre por su ironía condescendiente y su sentido del humor con un tinte de melancolía. Además, tenía el don de la sensibilidad humanista típica del estilo de Magnum. Sus obras se han expuesto en diferentes galerías de prestigio y en varios grandes museos de todo el mundo. Éstas también son muy apreciadas por los coleccionistas privados.
Retrato
Iñigo Elizalde, 23 años, Pamplona
Bodega
En cuanto a las bodegas en sí me gustaron mucho. Me pareció un lugar muy acogedor y muy bien cuidado. La visita fue como si estuvieras dentro de una copa de vino tinto, por los olores que te acompañaban, por los sabores que se intuían, por los colores que te rodeaban, por la temperatura que te arropaba. Los sótanos de la bodega eran inmensos. Una sola sala enorme hacía de guardián de las miles de cubas de vino que se extendían en filas de A-2 a lo largo y ancho de ésta.
Lo de sacar fotos ya me resultó un poco más complicado. Al ser un lugar con un ambiente más o menos tenue era un tanto difícil conseguir fotos de buena calidad sin trípode, ya que la velocidad de captura que exigía el lugar era relativamente lenta. Asimismo, aunque a primera vista parezca un lugar con muchas posibilidades para un fotógrafo, me dio la sensación de que todas las fotos eran muy similares entre sí.
En esta práctica intente buscar composiciones muy sencillas, fotografías que recogieran bien las líneas que formaban los objetos entre sí y el techo de las bodegas. Busqué también recoger el juego de luces y sombras que se creaban gracias al atardecer y a la iluminación artificial de las bodegas de la sala del sótano que carecía de ventanas.
En resumen, fue una práctica divertida pero complicada. Quien sabe, si hubiéramos hecho la cata de vinos al principio igual habríamos conseguido algunas fotos con puntos de vista diferentes.
El Cuento de Navidad de Auggie Wren
Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.Todas las fotografías eran iguales.Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías.Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí
salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manza
na, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de d
evolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y
llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre u
nos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, pod
ría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo c
omo que se los creía todos.
- Eso es estupendo, Robert - decía, asintie
ndo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guard
adas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas cont
ra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su buta
ca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.
- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.
- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
- Probablemente había muerto.
- Sí, probablemente.
- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.
- Fue una buena obra, Auggie.Hiciste algo muy bonito por ella.
- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.No es como si la persona a quien se la quitaste f
uese su verdadero propietario.
- Todo por el arte, ¿eh, Paul?
- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
- Sí - dije -.
Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado co
nmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.
- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos
con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
- Supongo que estoy en deuda contigo.
- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
- Excepto el almuerzo.
- Eso es.Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.